martes, 9 de febrero de 2010

La sonrisa del detective








Uno de mis pastiches favoritos, espero que os guste...




La sonrisa del detective

De Mark Bourne

Relato publicado originalmente en Sherlock Holmes in Orbit, editado por Mike Resnick y Martín H. Greenberg, Daw Books.
- Lo mundano me aburre, Watson.

Estas fueron las primeras palabras que dijo Sherlock Holmes en toda la mañana, un día gris y frío de enero de 1898. Su declaración me asustó tanto que mi café cayó de la taza, manchando el Times que tenía abierto ante mí

Se sentó descuidadamente en su sillón ante el fuego, un montón de libros y monografías se dispersaban en el suelo alrededor de sus pies.

Mi amigo sostenía lánguidamente su pipa, mirando el naciente y aromático humo que hacía dibujos que cambiaban constantemente.

- Buenos días, Holmes. –repliqué mientras limpiaba el café derramado. Le ofrecí una taza de la bandeja del desayuno de la señora Hudson, pero él la rechazó con un brusco gesto de su mano. El humo se arremolinaba en graciosos bucles alrededor de su cara. Después de todo el tiempo que llevábamos juntos, ya conocía bien sus estados de ánimo, y éste ya lo había visto anteriormente-.
- Seguramente, Holmes, -empecé-, no habrá olvidado ya ese terrible episodio de la princesa y las marionetas sangrientas.

Holmes se encogió de hombros.
- Tonterías, Watson, tonterías.
- ¿Y el caso del diplomático sobornado?
- Apenas digno de usar mis conocimientos, estará usted de acuerdo.
Yo estaba asombrado.
- Bueno, entonces, ¿Y el horror del Pie del Diablo?
- Watson, Watson, Watson. –Holmes giró su perfil aguileño hacía mí-. Mi sangre me pide desafíos, asuntos sorprendentes, cualquier cosa más allá de los límites de la realidad. –Señaló más allá de las ventanas del salón-. Eso es lo que me aburre. Pero le agradezco que intente aliviar mi malhumor.
En su día, antes del llamado Retorno de Sherlock Holmes, me habría preocupado que mi amigo cogiera una pequeña llave de su bolsillo, abriera cierto cajón de su despacho, y sacara una pulida
caja marroquí. Una caja en la que guardaba una jeringa hipodérmica con su larga y hueca aguja.
Era en esos ansiosos momentos en los que se entregaba al oscuro abrazo de una solución del siete por ciento de cocaína.
Pero el Sherlock Holmes que había vuelto de su misterioso viaje de tres años era un hombre diferente. Desde luego, seguía siendo el amigo que yo había declarado como el mejor y más sabio hombre que jamás había conocido. No obstante, las tierras extranjeras por las que estuvo en sus viajes, mientras todo el mundo, incluso yo, pensaba que Sherlock Holmes estaba muerto, le habían cambiado de forma tan sutil que sólo yo pude darme cuenta. Entre todos estos cambios destacaba sobretodo la total y absoluta ausencia de la caja de cocaína. No la había vuelto a tocar desde su resurrección. Lo que yo había intentado en vano conseguir durante años, lo consiguieron sus secretas y solitarias aventuras.
Cuando le presionaba acerca de los detalles de sus viajes, simplemente me decía que releyera “el colorido relato” en el que describí los sucesos concernientes a su Regreso. A través de los años, sin embargo, me han llamado la atención preocupantes discrepancias. Sus relatos de los viajes por el Tibet y Khartoum están llenos de mentiras, anacronismos y paradojas. Llegué a la conclusión de que los relatos de Holmes sobre su Gran Hiato eran pura invención suya.
A menudo me he preguntado qué aventuras podrían ser tan profundamente secretas y misteriosas que no pudiera compartirlas con nadie, ni con su más íntimo amigo.
Regresé a mi desayuno y a la prensa, preocupado pero resignado. Holmes no comía para estimular sus conocidos poderes, y sólo un caso muy importante podría alejar de su cerebro la oscura nube que le tenía atrapado
Afortunadamente sonó una llamada en nuestra puerta.
- ¿Señor Holmes? ¿Doctor? –llamó la señora Hudson.
Holmes pareció no oírla. Permaneció quieto, con los ojos fijos en el humo que flotaba delante suyo. Con un gruñido de resignación abrí la puerta.
- Hay una mujer en la puerta, señor, -dijo nuestra patrona-. Insiste en ver al señor Holmes.
- ¿Le ha dado algún nombre?

- No señor. Pero me ha dicho que ella y el señor Holmes tienen conocidos mutuos y me ha dado esto. –Me entregó una carta de la baraja francesa. La examiné buscando algo peculiar, como un mensaje escrito a lo largo del borde blanco. Pero simplemente era una Reina de Corazones-.

Esto era algo extraordinario. A través de los años se habían presentado rutinariamente en nuestro umbral personas anónimas, que normalmente guardaban sus mensajes cifrados hasta que entraban en nuestras habitaciones. Me volví hacia Holmes. En apariencia estaba completamente ausente e ignorante de nuestra presencia en aquel hemisferio.

La señora Hudson miró por encima de mi hombro hacia Holmes. En su viejo rostro se reflejaba una sensación de inquietud. Se alzó de puntillas y me dijo al oído.

- Oh, querido, -me dijo tan bajo que casi no pude oir sus palabras.- El señor Holmes tiene hoy un día muy gris, ¿no?
Quizás nos ha traído usted un rayo de sol, señora Hudson, -le susurré.- Por favor, haga subir a la señorita.

Miró con preocupación a mi compañero, que parecía ausente, y silenciosamente cerró la puerta tras ella.
- La señora Hudson ha aprendido a predecir el tiempo, veo. –Dijo Holmes desde su sillón. Sentí que me ruborizaba, y sonrió suavemente.- Pero los días más grises acecha siempre la tormenta.
Watson, se lo ruego, déjeme ver la tarjeta de presentación de nuestra visitante.
Se la ofrecí. La estudió intensamente mientras la sostenía. La dobló suavemente entre las manos y tocó la superficie con sus largos dedos. Al final se la acercó a la nariz y la olió, como si inhalara los vapores de un exquisito vino.
- Nuestra misteriosa visitante está entre los cuarenta y los cincuenta, -dijo Holmes.- Pertenece a una familia muy ligada a la educación universitaria. Concretamente, Oxford, donde creo que su padre debía ser profesor de matemáticas. Tiene muchos recuerdos de su infancia que atesora con mucho cariño.
Aún después de tantos años y cientos de casos a nuestras espaldas, seguía sorprendiéndome.
- Holmes, -dije-. Si creyera en fuerzas sobrenaturales diría que es usted brujo. Por todos los cielos, ¿Cómo puede decir tantas cosas de una mujer que no ha visto nunca tan sólo oliendo un naipe?
- Como siempre, Watson, usted opta por no apreciar lo que está a la vista. Observe la impresión del fabricante. –Me señaló un extraño signo escondido entre los elementos decorativos del dorso del naipe. Debajo se podían ver unas letras diminutas.
- Highley and Wilkes, 1862, -leí.
- Exacto. Fabricantes de los mejores naipes para usar en una mesa entre caballeros. Su obra fue muy popular entre ellos en los claustros académicos. El paquete al que pertenece esta carta fue un encargo, impreso en 1862 para el Departamento de Matemáticas, Christ Church, en Oxford, y que podemos ver representado en este dibujo. El hecho de que nuestra visitante esté en posesión de esta carta tan particular indica que tiene algún pariente masculino muy cercano a dicho entorno por aquel tiempo. Probablemente su padre. Este naipe, después de tres décadas sigue en un perfecto estado. No es una falsificación, tiene el olor especial de los elementos químicos usados en el papel por Highley and Wilkes. Es como si hubiera estado guardado en un libro de recortes, cuidadosamente preservado del polvo y del manoseo. Añadiría que se la dieron a nuestra visitante en un momento especial de su infancia, en 1862, o poco después. Ha sido un bello recuerdo de sus días de juventud entre los más difíciles de la academia.
Antes de que pudiera expresar mi asombro, oí una voz de mujer detrás de mí.
- Realmente impresionante, señor Holmes. Nueve de diez.
Me giré hacia la voz mientras Holmes se incorporaba. Una bella mujer permanecía en el umbral.
Tenía más o menos la edad de Holmes, con algunas canas que daban un aspecto de madura dignidad a su cabello que en su día había sido totalmente castaño. Vestía de riguroso luto y sostenía algo que me pareció una caja de cristal de la medida de un joyero. Ahumado en rojo.
Sonrió y miró hacia Holmes.
- Tenía noticias de sus cualidades, -señaló hacia mí-, y lo que he podido leer a través de los relatos del doctor en el Strand , y veo que no exageraban. Pero la verdad es que mi padre era Decano. Yo tenía un amigo muy querido que estaba doctorado en Matemáticas en Christ Church.
Era un caballero y me dio el naipe cuando yo tenía diez años, y sí, mis recuerdos de aquellos días son realmente muy bonitos.
Con renovado vigor, Holmes abandonó su aburrimiento y caminó hacia ella.
- Por favor, disculpe mi error, señora. Entre.
Le ofreció un sillón y ella se sentó, dejando cuidadosamente la caja de cristal sobre su falda. Sus exquisitos cristales tallados reflejaban la luz en complicados dibujos. En la tapa había un estilizado corazón, muy parecido a los del naipe.
Holmes se sentó en la silla opuesta.
- Me lleva usted ventaja, señora. ¿Con quién tengo el placer de hablar?
- Mi nombre no importa ahora. De hecho, le llevaría a hacerse muchas preguntas, algunas de las cuales serían tan especiales que podrían retrasar mi misión. Digamos que su colaboración en un caso importante, -calló y su expresión se hizo más agradable,- fue de gran ayuda para unos amigos míos. Fue hace cinco años.

Holmes se incorporó con un sobresalto. Nunca había visto una expresión de susto e incredulidad igual en su estoico rostro.

- Usted se fue, -continuó-, antes de que se lo pudieran agradecer adecuadamente. Por eso he venido. –Calló y miró los rojos motivos cristalinos de la caja. Una lágrima cayó por su mejilla.





Holmes le ofreció un pañuelo, que ella aceptó con una pequeña y vergonzosa sonrisa.
- Muy amable, -dijo secándose los ojos.
Holmes esperó a que la mujer se repusiera. Entonces se reclinó, juntando los dedos en su gesto de concentrada atención.
- Señora, le ruego que me proporcione más datos. Por aquel tiempo, estuve viajando mucho, y este “caso importante” podría haber sucedido en varios, digamos, sitios exóticos. –Señaló su ropas de luto.- Y, por favor, señora, ¿le puedo preguntar que ha sucedido? Es por alguien que conozca, un cliente del caso que ha mencionado?
Ella sacudió la cabeza.
- No. No era el cliente. Pero sí que le conoció. Una vez dijo que usted era un estudiante muy prometedor, aunque muy serio a veces. Estaba al corriente del misterio, aunque no se inmiscuyó en su resolución, a la que llegó usted con el agradecimiento de todos.

Holmes la miró con el ceño fruncido.
- Señora, me está hablando con acertijos, y hay poca gente que lo haya podido hacer sin que les haya descubierto. Por favor centrémonos en el tema y así puede ser que pueda ayudarle.

La mujer de luto inclinó la cabeza.
- Señor Holmes, así como tiene usted al Doctor Watson como cronista y Boswell, una vez yo también tuve el mío. Era un hombre amable y gentil, el único adulto que encontraba no sólo fácil sino lógico creer las fantásticas historias que podía explicarle una niña. Escribió todo lo que le expliqué sobre los sitios especiales que había visitado y sobre las personas que había conocido allí.
Se volvió hacia mí.
- Igual que usted, Doctor, él ... añadió color a mis historias y alteró muchos detalles insignificantes para que pudieran ser leídas por el público. Sabía que poca gente creía en los cuentos. Incluso los publicó con un pseudónimo. Pero creía, igual que me parece que cree usted, que incluso los adultos quieren creer en algo que esté más allá de la realidad de cada día. Quieren que se les explique que sus propias vidas quizá podrían ser tocadas por la magia que nos rodea, si tan sólo sus ojos vieran lo que tienen delante. –Este último comentario fue dirigido hacia Holmes, que mantenía la cabeza frente a sus largos dedos.
- Entiendo. -dijo Holmes solemnemente. En ese momento brillaba una intensa luz de atención en sus ojos. Se acomodó y miró a la mujer como si fuera la primera vez, como si estuviera viendo delante de sus ojos algún reino que sólo compartieran ellos dos. Algo intangible, como el viento o un suspiro que pasó entre ellos.
- ¿Ha vuelto a ese sitio otra vez? –preguntó.
Ella le hizo una triste sonrisa.
- Varias veces, y cada vez, yo era la única que había cambiado. Era como si sólo hubiera pasado un día desde mi visita anterior. Creo que allí el tiempo se mueve de forma diferente al de nuestro mundo. Quizás el señor H. G. Wells lo sepa.
- Quizás. –contestó Holmes.- Ha estado allí recientemente, ¿no es así? ¿Su ropa está relacionada con este viaje?
- Sí. Regresé allí la pasada noche. Mi marido cree que estoy visitando a mi hermana. He estado allí una semana, quizá más, y he regresado esta mañana. Y así ha sido cómo me he enterado de que usted estuvo allí desde mi anterior visita. Ellos me hablaron muy bien de usted, ya sabe.
Resolvió un caso de importancia real, que casi me cuesta la cabeza. El único personaje al que trastornó fue al autoproclamado detective consultor local, que no quería que un extranjero se entrometiera en su jurisdicción.

- Un extraordinario detective consultor, -dijo Holmes,- nunca llega tarde, en especial si lleva un reloj en el bolsillo del chaleco.
La mujer de negro sonrió, y pareció que se le cayeron varios años. Pude ver que la niña que había sido, aún estaba escondida detrás del ligero velo de su edad. Con delicadeza levantó la cajo y se la dio a Holmes.

- Esto es para usted. –dijo.- Una pequeña muestra de gratitud, algo que podrá usar cuando lo necesite.

Holmes cogió la caja, pero sus ojos no abandonaron a la mujer cuando se levantó y se dirigió hacia la salida con elegancia. La siguió y le abrió la puerta.

- Ha sido un honor conocerle por fin, -dijo cuando Holmes le tomó la mano.
- Iba a decir lo mismo, señora. Espero tener el placer de volver a verla.
- Quizá. Si estamos los dos en el mismo sitio y en el mismo momento. –Miró hacia mí.- Doctor, gracias por sus relatos. –Holmes cerró la puerta suavemente cuando ella se fue.
Se frotó los dedos por encima del bello cristal tallado de la caja, la levantó hacia la luz y estudió las bonitas filigranas de la caja roja. En la superficie estaban grabadas las palabras ÁBREME.
Hubo un largo silencio entre nosotros. ¿Qué había pasado entre Holmes y aquella mujer? Me estaba ocultando algo, y yo no estaba dispuesto a seguir así.
- ¡Por Dios, Holmes! ¿Quién era? ¿ Qué está esperando? ¡Abra la caja!.
Me miró intensamente a los ojos como no lo había hecho desde su Regreso.
- Primero, mi querido Watson, le tengo que pedir que me dé el Times. Sospecho que lleva información que nuestra visitante no ha revelado. Y creo que sé los tristes acontecimientos que contiene.
Le pasé el periódico. Dejó la caja en la mesa y revolvió las paginas con rapidez contenida, dejando caer las hojas al suelo, hasta que encontró lo que estaba buscando. Un peso pareció caer sobre su nuca, y se sentó en su sillón.
- ¿Qué pasa, Holmes? –le pregunté.
Me pasó la pagina.

Entre reportajes sobre la campaña de Sudán, las financias chinas y la situación en Cuba, el artículo mas destacado era una estrecha columna que cubría el lado derecho de la página. Decía así:

NOTA NECROLOGICA

“Lewis Carroll”
Lamentamos comunicar el fallecimiento del Reverendo Charles Lutwidge Dodgson, más conocido como “Lewis Carroll”, el encantador autor de “Alicia en el país delas maravillas”, y de otros fantásticos libros de exquisito humor. Murió ayer en Los Castaños, Guildford, la residencia de sus hermanas, a los sesenta y cuatro años...

Cuando acabé de leer me volví y vi a Holmes insertando una pequeña llave de cristal en la cerradura de la caja. Con un delicado giro de sus dedos abrió la tapa y la levantó con cuidado.

Dentro había una lámina fija, que él sacó y leyó en silencio. Un débil y divertido susurro atravesó los rasgos de Holmes. Entonces abrió sus dedos y dejó caer revoloteando la lámina al suelo. La atrapé al vuelo:

Mi querido señor Sherlock Holmes
Nuestros mutuos conocidos desean que tenga esto como un reflejo de su aprecio por la ayuda que les prestó en en el Caso de las Tartas robadas. Nadie más, dicen, podía haber llegado a la sorprendente solución del misterio de tal forma. Nuestra amiga la Oruga dice que era un problema de tres pipas. El objeto de la caja es para usted. No necesito decirle quién se lo envía. Tiene muchísimos y nunca usa el mismo mas de una vez.
Con profunda admiración

Alice Pleasance Hargreaves, nacida Liddell .

Holmes metió la mano en la caja y sacó un pañuelo rojo. Debajo se hallaba la más sorprendente visión que he tenido nunca, y hasta hoy me he preguntado si me engañaron mis ojos. Esto era lo que había: unos dientes de gato en forma de media luna flotante dibujando una sonrisa burlona como una luna creciente dentuda, perpetuamente divertida.
Ante de que pudiera mirar mas cerca, Holmes volvió a colocar el pañuelo y cerró la caja.
Holmes se levantó de su sillón, se dirigió hacia su archivo y rebuscó entre innumerables volúmenes, levantando una nube de mucho polvo. Por fin sacó un desgarrado volumen que parecía que no era leído desde hacía mucho tiempo. Volvió a su sillón y no dijo una palabra ni movió un músculo durante el resto del día excepto para pasar las páginas y hacer ocasionales y pequeñas risas y exclamaciones.

A partir de aquel día, cuando le abaten las oscuras nubes, Sherlock Holmes saca una pequeña

llave de su bolsillo, abre cierto cajón de su despacho, y saca una preciosa caja de cristal rojo.

Siempre me anima el sonido de la llave girando en su cerradura.



Traducción: HAROLD STACKHURST (Miguel Ojeda)

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